Desde la infancia se nos obliga a ingerir productos de origen animal creyendo en la falacia de que si no los consumimos como la parte más importante de nuestra dieta, no tendremos la suficiente energía y nutrientes para crecer sanos y fuertes.
Ejerciendo el nefasto poder de la hipocresía, la indiferencia y el egoísmo, se les hace creer que sería inconcebible comerse al perro o al gato de la casa; pero sí a un pollo, vaca o cerdo. Desde la infancia, los niños aprenden a establecer y desarrollar cómodos estándares dobles en los que la ética y la lógica dejan mucho que desear.
A todo esto se une la contínua propaganda ejercida por los medios de difusión social que a toda voz promueven productos de origen animal. Imitando los pobres y deficientes hábitos alimenticios de países desarrollados, nuestros países Latinoamericanos abren sus puertas a corporaciones internacionales que alegremente intercambian juguetes, premios y regalos a cambio de la compra de los cuerpos mutilados de miles de animales hábilmente sazonados en salsas y jugos de todos los colores y sabores que paulatinamente pasarán a engrosar sus arterias.
La mayoría de los niños sienten una adversión natural al comer algún pedazo de un animal muerto. Al ser dependientes de sus padres, no tienen otra opción y por lo tanto aprenden a desconfiar de sus propios sentimientos o suprimirlos.
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